A los 16 años, estaba sentada en la sala de emergencias de un hospital. Me sentía muy mal y mi mamá me llevó con los doctores para saber qué estaba sucediendo conmigo.
Nunca pensé que el médico que me atendió me diría dos palabras que cambiarían mi vida por completo:
“Estas embarazada”.
Yo era la mejor estudiante en mi escuela y tenía muchos amigos. No era perfecta, tomaba malas decisiones, pero aún así nadie creyó que yo sería “la chica que salió embarazada” en la secundaria.
Era ingenua, egoísta y pensaba que era invencible, pero a la vez me sentía tan asustada, tan avergonzada y muy muy triste.
Cuando le dije a mi mamá lo que el doctor me había dicho, ella me abrazó, lloró y se aseguró de decirme que me amaba. Ella estaría ahí para mí y me apoyaría en cualquier decisión que tomará.
No sé cómo tuve la suerte de tener una madre que se mantuvo tan tranquila y serena durante el embarazo de su hija menor, pero siempre estaré agradecida con ella.
Por más de un año salía con un chico y cuando nos enteramos de mi embarazo, decidimos descartar un posible aborto. Optamos por tener al bebé, nos comprometimos y planificamos ser padres.
Su familia estaba emocionada por nosotros, y, por otro lado, mi familia nos animaba a considerar la adopción.
Me imaginé un pequeño bebé al que vestiría y con el que jugaría, soñé con ser parte de la pareja que “lo lograría” y se mantendría junta por las eternidades. Quería demostrarle a mi familia y a las estadísticas que estaban equivocados.
Mi mamá me llevó a un centro de adopción y me contactó con una trabajadora social para conocer cuáles eran mis opciones.
En ese momento de mi vida, no estaba segura de cómo me sentía con Dios, la religión y mi situación. Me sentía asustada y abrumada, y la relación con mi novio no era nada saludable. Sabía que quería ser madre, pero al final seguí el consejo de la trabajadora social:
“Piensa mejor las cosas y enfócate solo en este dulce bebé que crece dentro de ti”.
Sabía que ella merecía tener dos padres mental y económicamente estables, cariñosos y preparados para cuidarla. Le podía dar amor, pero no la vida que se merecía.
Tomé la decisión de tener intimidad y tenía la responsabilidad como la madre de esta bebé de darle lo mejor, pero a los 17 años sabía que eso no era posible.
Oré con fervor y sinceridad por primera vez en mucho tiempo y le pedí a Dios que me guiara sobre si darla en adopción era la mejor opción. Al finalizar, me sentí en paz y tranquila. Sabía cuál sería mi decisión.
Fuente: LDS Living
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