Cuando hablamos de Jesucristo, lo primero que nos viene a la mente no es la cruz, sino la tumba vacía y un Salvador resucitado.
Ese es el corazón de nuestro mensaje: Él vive, y porque vive nosotros también viviremos. Aun así, a veces evitamos tanto la cruz que olvidamos que también forma parte de la historia de salvación.
El mundo cristiano la reconoce como su símbolo central. Nosotros elegimos enfocarnos en el Cristo vivo, pero… ¿y si la cruz también tuviera algo que enseñarnos?
Quizás no como un adorno colgado en nuestro pecho, sino como recordatorio de verdades espirituales que fortalecen nuestra fe.
El encuentro del cielo y la tierra

Si miramos la cruz como un cruce de líneas, entendemos por qué desde la antigüedad se veía como el lugar donde lo divino y lo humano se tocan.
En ese sentido, la cruz representa el mismo milagro que ocurre en el templo, es un espacio donde lo eterno y lo mortal se encuentran, donde los vivos y los muertos se conectan gracias a la Expiación de Jesucristo.
No es casualidad que muchas veces, al salir del templo, sentimos que hemos estado un poco más cerca del cielo. Allí comprendemos que el sacrificio de Cristo hace posible que nuestros lazos familiares sean eternos, y que la muerte no es un final.
Relaciones que forman discípulos

Jesús resumió toda la ley en dos mandamientos: amar a Dios y amar al prójimo. Si lo pensamos bien, la cruz también refleja ese modelo.
La línea vertical apunta hacia arriba y representa nuestra relación con Dios. La horizontal se extiende hacia los lados, recordándonos nuestra responsabilidad de amar y servir a los demás.
Cuando cultivamos esas dos direcciones al mismo tiempo, nos convertimos en discípulos verdaderos. No basta con orar y guardar los mandamientos si no tratamos bien a quienes nos rodean, y tampoco sirve amar al prójimo si olvidamos a Dios. Las dos cosas están unidas, como en el símbolo de la cruz.
Humildad y mansedumbre

En las Escrituras se habla de ser humildes y mansos. La humildad tiene que ver con nuestra disposición hacia Dios, es decir, reconocer que dependemos de Él y aceptar Su voluntad. La mansedumbre, en cambio, se nota en la forma en que tratamos a los demás, con paciencia, sin orgullo ni violencia.
La humildad y la mansedumbre se cruzan igual que las líneas de la cruz. Juntas forman el carácter de un discípulo que refleja a Cristo en su vida cotidiana.
Más allá del símbolo

El presidente Gordon B. Hinckley enseñó que el verdadero símbolo de nuestra fe no es un objeto, sino la vida de los santos que siguen a Cristo.
Cada vez que participamos de la Santa Cena, que servimos en la Iglesia o que levantamos la mirada hacia el templo, estamos recordando Su sacrificio y Su victoria sobre la muerte.
La cruz puede no estar en nuestras capillas, pero sus enseñanzas siguen siendo relevantes. Nos recuerda la unión entre cielo y tierra, el amor a Dios y al prójimo, y el carácter que formamos al seguir al Salvador.
Al final, lo importante no es el símbolo sino lo que hacemos con lo que representa. Podemos decidir cada día cómo recordamos a Jesucristo y cómo reflejamos Su luz en nuestra vida.
La invitación es sencilla: miremos hacia Él, amemos a quienes nos rodean y dejemos que Su sacrificio dé forma a lo que somos.
Fuente: Meridian



