Es de noche y la calle luce silenciosa. Junto a unas maletas y mochilas de viaje, dos jóvenes de camisa blanca y corbata se abrazan con fuerza. Podría parecer un simple reencuentro, uno de tantos entre amigos o familiares. 

Pero para quienes han vivido el servicio misional, esta escena encierra una historia mucho más profunda: la de dos compañeros que han compartido no solo un camino, sino una causa sagrada.

Uno de ellos, alto y cabello rubio, levanta a su compañero del suelo en un abrazo fuerte. El otro, más bajo, con sombrero vaquero se aferra también con fuerza.

No hay palabras en la imagen, pero hay sentimientos que se entienden sin necesidad de decirlos: amor fraternal, gratitud, tristeza y, sobre todo, una despedida que duele.

Ambos son misioneros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Durante meses, probablemente más de un año, compartieron el mismo techo, las mismas metas y el mismo llamado sagrado: invitar a las personas a venir a Cristo.

 Juntos tocaron puertas bajo el sol o la lluvia, testificaron en hogares humildes, rieron y lloraron, oraron de rodillas, sintieron el rechazo y también la alegría de ver a alguien aceptar el evangelio.

Pero ahora, sus caminos se separan.

La misión es una de las experiencias más transformadoras en la vida de un joven o una joven en la Iglesia. No solo por lo que uno enseña, sino por lo que uno aprende. Uno de los mayores regalos que ofrece es la oportunidad de conocer personas extraordinarias, y entre ellas, el compañero de misión ocupa un lugar especial. 

Es alguien que está contigo 24/7, con quien aprendes a comunicarte, a perdonar, a trabajar en equipo, a confiar. Es un hermano, aún sin compartir sangre.

Imagen: La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días

Después del abrazo, los misioneros intercambian algunas palabras. Probablemente bromas para aligerar el momento o promesas de mantenerse en contacto. Luego, viene el apretón de manos: una despedida con dignidad, con respeto, con honor. 

El sombrero del compañero más bajo parece representar toda una identidad cultural, y el contraste con su compañero rubio habla de la universalidad del evangelio: dos mundos diferentes unidos por una misma causa.

A su lado, una maleta lista y un par de mochilas descansan en la acera. Uno de ellos se va. Quizás ha llegado el día en que finaliza su misión y regresa a casa, o tal vez solo lo reasignan a una nueva área. Sea cual sea el caso, esta despedida marca un antes y un después. A partir de ese momento, la misión ya no será igual.

seguridad misional
Imagen: La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días

Las redes sociales han comenzado a dar espacio a estos momentos íntimos del servicio misional, mostrando al mundo que detrás del título de “Élder” o “Hermana” hay corazones sensibles, jóvenes valientes que aman profundamente, que se sacrifican y que, en el silencio de una despedida, también lloran.

Esta escena nos recuerda que el evangelio no solo se predica, también se vive. Y que uno de los mayores testimonios de Cristo es el amor entre hermanos. Porque como enseñó el Salvador: 

“En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos por los otros”.

Un abrazo en la calle. Un adiós. Y un testimonio silencioso, pero poderoso de lo que significa realmente servir con todo el corazón.

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