Nota del editor: Esta es una adaptación de la experiencia personal de Ray Alston publicada en Public Square Magazine.
Éramos la familia ‘perfecta’.
Dos jóvenes padres, sellados en el templo, fieles en sus llamamientos y, ahora, con un tercer integrante.
Nosotros y todos nuestros amigos del barrio disfrutábamos ver al pequeño David dar sus primeros pasos y pronunciar sus primeras palabras. Fueron dos años mágicos.
Pero, poco a poco, esa ilusión se apagó.
David comenzó a alejarse de nosotros. Alrededor de los dos años y medio, se refugió en sí mismo, ignorando por completo a todos a su alrededor. Dejó de responder a su nombre, su habla disminuyó y apenas se comunicaba con frases fijas, repitiendo diálogos de sus programas favoritos.
Una nueva realidad

Sentí que estaba fallando como padre. Imagen: Shutterstock
Fue desgarrador, como si nos hubieran quitado al hijo que tanto amábamos. No podía entender por qué no podía conectar con mi propio hijo. Así que decidí acudir a profesionales de la salud mental.
Las visitas a los especialistas trajeron una ola de diagnósticos: trastorno del espectro autista, discapacidad intelectual y trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH).
Nos vimos inmersos en un mundo de terapias e intervenciones, todo ello mientras afrontábamos los desafíos de una pandemia mundial que hacía imposible asistir a la Iglesia, y que inconscientemente nos alejaban de nuestra fe entre tantos cambios.
Si bien la terapia ocupacional y conductual han ayudado a David a estar más presente e interactivo, todavía no ha alcanzado el nivel que recordamos de los dos primeros años de su vida, y mucho menos al de un niño neurotípico de su edad.
Aunque me esforzaba por buscar los mejores recursos clínicos para su desarrollo; en medio de los consejos médicos, me di cuenta que todavía no había acudido a la fuente de sanación más poderosa que existe en la Tierra.
Necesitaba acudir a mi Salvador.
Pero recurrir a Él no fue sencillo. Porque, primero, tenía que aceptar esta nueva realidad y deconstruir ese ideal de que había perdido a mi familia ‘perfecta’.
Comprender su singularidad

Nadie nos entiende mejor que Él. «El Buen Pastor», por Youngsung Kim
¿Acaso las limitaciones de mi hijo lo hacían menos valioso? Sabía que no, aunque me llevó tiempo comprenderlo.
Mientras otros padres podían compartir entre ellos consejos y experiencias de crianza, yo estaba limitado a escuchar a médicos y terapeutas. Pero era porque mi David es un niño único con desafíos particulares.
Mi hijo, verdaderamente, es especial.
Y aunque él no podía entender totalmente lo que significa vivir en este mundo, yo sí podía intentar sumergirme en su realidad. Pero no podía hacerlo solo.
Cristo es el único Ser capaz de entender a la perfección a cada uno de nosotros, porque —precisamente— Él vivió y experimentó todos los pesares, dolores, debilidades, enfermedades y tormentos que aquejan a la humanidad. Y Él podía ayudarme a comprender a mi David.
Aunque teníamos miedo de convertirnos en una ‘carga’ para nuestro barrio, con mi esposa oramos y estudiamos las Escrituras con diligencia para obtener el valor de regresar y confiar en que hallaríamos un espacio seguro para nosotros y David.
Y se me acaban las palabras para expresar mi gratitud a nuestro barrio.
La calidez de mi barrio

Nuestro barrio es una segunda familia. Imagen: La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días
Nos acogieron con los brazos abiertos. Los miembros han demostrado un amor y una aceptación inigualables hacia David, todos dispuestos a escuchar sus necesidades y ofrecer su ayuda para toda situación.
Las enseñanzas de la Iglesia brindan consuelo y doctrina inspirada para comprender la identidad única de nuestro hijo. Los líderes de las congregaciones han llamado, cuando ha sido posible, a personas con experiencia en la enseñanza o el cuidado de niños con necesidades especiales para que ayuden a David.
Actualmente, por ejemplo, nuestra congregación asigna a dos personas para que cuiden a David durante la Primaria.
Criar a David ha sido una travesía llena de bendiciones inesperadas. Ha profundizado mi comprensión de la compasión, la paciencia y el amor incondicional.
Encuentro consuelo en la creencia de que los desafíos de David no son un evento fortuito, sino parte de un plan divino, orquestado por un Padre Celestial amoroso. Me doy cuenta del importante papel que mi pequeño ha desempeñado en mi crecimiento personal y espiritual.
Aunque los médicos repiten que mi hijo tiene varias discapacidades, hay una valiosa lección que el Evangelio de Jesucristo me ha enseñado a lo largo de esta jornada.
Y es que el espíritu de David, como mi familia, son perfectos.
Fuente: Public Square Magazine
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