Nota del editor: A veces creemos que para acudir al templo necesitamos estar completamente preparados, por fuera y por dentro. Pero esta experiencia real nos recuerda que el Señor no mira la ropa… Él mira el corazón.
No lo tenía planeado. Ni siquiera lo imaginé. Pero ese día terminé yendo al templo en jeans y zapatillas.
No fue un acto de rebeldía ni una falta de respeto. Fue necesidad. Una necesidad profunda de encontrar paz en medio del ruido, respuestas en medio de tantas preguntas, y consuelo ante las dificultades que pesaban sobre mí y sobre quienes amo.
Me encontraba en Utah para una conferencia de escritura en Provo. Y aunque disfruté cada clase y conversación, había un peso en mi corazón que no lograba sacudirme. Al terminar la jornada del viernes, mientras los demás se iban a cenas y fiestas, yo decidí caminar sola. Quería pensar. Respirar. Desconectarme del mundo por un momento.
Entre calles tranquilas y vitrinas llenas de color, lo vi. Ahí estaba, brillante y firme, el ángel Moroni sobre el Templo de Provo City Center. Y en ese momento no escuché una voz celestial, pero sentí algo aún más poderoso: mi alma quería estar ahí. Necesitaba estar ahí.

¿Podía entrar así?
Revisé la app de Herramientas para Miembros y vi que quedaban dos espacios para una sesión de las 8 p.m. ¡Podía llegar! Pero luego miré hacia abajo: jeans, camiseta a rayas, zapatillas blancas. No habría tiempo para cambiarme.
Dudé. Temí. ¿Me dejarían entrar así? ¿Me mirarían mal?
Pero algo me impulsó. Crucé las tres cuadras que me separaban del templo y, frente a la puerta, hice una pausa.
Dije una oración silenciosa… y entré.

El Señor no mira los zapatos
“Lo siento, estoy mal vestida”, le dije con lágrimas a la hermana obrera en la recepción del templo. “No pensaba venir… pero necesitaba estar aquí”.
Ella me sonrió con ternura y me respondió:
“Estás exactamente donde debes estar. Qué bueno que viniste”.
Recibí la ropa blanca. Y aunque aún llevaba mis zapatillas puestas, sentí que en ese lugar el exterior dejaba de importar. Lo importante era lo que mi corazón traía y lo que el Señor me iba a dar.
Salí con la misma ropa, pero no siendo la misma
En esa sesión no recibí todas las respuestas que buscaba. Pero sí recibí algo mucho más profundo: paz, consuelo y la certeza de que Dios me ve.
Y como enseñó el élder Ulisses Soares:
“Cuando salimos del templo, transformados por nuestra esperanza en las promesas de los convenios, llevamos el templo con nosotros a nuestros hogares y nuestras vidas”.
Esa noche me fui con la misma ropa, pero no con el mismo corazón.
Quizás no vuelva a entrar al templo en jeans. Pero nunca olvidaré que ese día, el Señor me recibió con zapatillas… y me vistió de paz.
¿Te ha pasado algo similar? ¿Has sentido ese impulso inesperado de ir al templo? Cuéntanos tu historia en los comentarios o compártela con alguien que necesite recordar que el templo es para los que buscan sanarse, no solo para los que se sienten perfectos.
Fuente: LDSliving