Amo ser madre y traté de serlo mientras mis hijos vivían en casa conmigo, pero hubo momentos en que mis imperfecciones no solo se interpusieron en el camino, sino que realmente causaron dolor a mis hijos.
Puedo recordar haber orado con lágrimas en los ojos:
“Padre Celestial, por favor, ayuda a sanar a mis hijos. Arregla lo que rompí. Ayúdame a ser una mejor mamá”.
Los errores que cometemos como padres pueden traer un gran pesar y una sensación de impotencia.
Encuentro consuelo en el hecho de que la Expiación del Salvador no se trata únicamente de sanar mis heridas, sino también de sanar las heridas que puedo haber causado en mis hijos y en otros.
Me encantan las palabras reconfortantes del élder James R. Rasband en una conferencia general:
“Como cualquier padre o madre puede testificar, el dolor relacionado con nuestros errores no es simplemente el miedo a nuestro propio castigo, sino el temor de que hayamos limitado la alegría de nuestros hijos o de alguna forma les hayamos impedido ver y comprender la verdad.
La gloriosa promesa del sacrificio expiatorio del Salvador es que, en lo que respecta a los errores que cometemos como padres, Él exime de culpa a nuestros hijos y promete que los sanará”.
¿Qué pasa si nuestros hijos no aceptan el alivio del Salvador?
Odio la idea de que puedo haberles causado problemas a mis hijos. Pero me encanta saber que el Salvador tiene el poder para ayudarlos.
Por eso, en mi proceso de arrepentimiento, especialmente en la parte en la que hago las paces, oro activamente para que Él pueda y quiera arreglar lo que rompí, si ellos se lo permiten.
El “si” en esa última frase es clave.
Podemos reconocer nuestras faltas, buscar arrepentirnos, repararlas y evitar repetirlas. Y podemos orar para que la Expiación de Cristo sane las heridas de nuestros hijos.
Pero, ¿qué hacemos si no aceptan nuestra disculpa? ¿Qué pasa si no pueden o no quieren dejar ir los sentimientos negativos que hemos causado? ¿Qué pasa si no se aferran al alivio que solo el Salvador puede darles?
Hace unos años, mi hija, que en ese entonces estaba entrando en la adultez joven, y yo estábamos conversando, y ella mencionó todas las cosas que había hecho en su infancia que causaron los problemas que tenía en ese momento. Después de unos minutos de reflexión, le dije algo como:
“No fui una madre perfecta en ese entonces, pero estaría feliz de ayudarte a pagar tu terapia ahora”.
Ambas nos reímos. Sin embargo, detrás de esa broma, ambas entendimos una verdad: en algún momento, todos debemos hacernos responsables de nuestra propia felicidad y problemas.
Soltar el dolor que otros eligen mantener
Cuando hacemos todo lo posible por corregir nuestros errores, buscar perdón e iniciar un cambio, no podemos obligar a las personas a aceptarlo. El albedrío personal es algo que ni siquiera Dios interfiere.
El crecimiento nos llega a todos cuando estamos dispuestos. Así como asumimos nuestras elecciones, debemos permitir que otros asuman las suyas. Después de haber hecho todo lo que podemos, necesitamos soltar el dolor que otros eligen mantener.
Aunque no podemos obligarlos a sanar (así como nadie puede obligarnos a sanar), podemos seguir orando por ellos, para que sus corazones se ablanden, extiendan sus brazos y reciban la sanación que solo el Salvador puede ofrecer.
Encontrar nuestra propia paz
Aun así, saber que hemos herido a otros y no podemos quitar completamente ese dolor es difícil. El élder James R. Rasband ofreció estas palabras alentadoras y empoderadoras:
“Aunque el Salvador tiene el poder de reparar lo que no podemos arreglar, nos manda que hagamos todo lo posible para que la restitución forme parte de nuestro arrepentimiento… A veces nuestros esfuerzos para sanar y restaurar pueden ser tan simples como una disculpa, pero otras veces la restitución puede tomar años de humilde esfuerzo.
Sin embargo, en el caso de muchos de nuestros pecados y errores, simplemente no podemos sanar por completo a los que hemos herido.
La magnífica promesa de paz del Libro de Mormón y del Evangelio restaurado es que el Salvador reparará todo lo que hayamos roto. Y también nos reparará a nosotros si nos volvemos a Él con fe y nos arrepentimos del daño que hayamos causado. Él ofrece ambos dones porque nos ama a todos con amor perfecto”.
Sabíamos entonces y sabemos ahora que podemos confiar plenamente en Él para ayudarnos, sanarnos y cambiarnos si se lo permitimos. Y podemos confiar en que Él está dando la misma oportunidad a aquellos a quienes hemos herido.
Mientras hacemos esfuerzos por escucharle, el élder Dale G. Renlund nos insta:
“Recuerden llenos de gozo y de reverencia, que el Salvador ama restaurar lo que ustedes no pueden restaurar, que Él ama sanar heridas que ustedes no pueden sanar, que Él ama reparar lo que ha sido roto irreparablemente, que Él compensa cualquier injusticia infligida sobre ustedes y que Él ama sanar permanentemente aun los corazones rotos”.
El Salvador no nos juzga ni nos guarda rencor. Él sabe que la vida es complicada. Le encanta ayudarnos a sanar nuestras heridas. Él sabe que también hemos herido a otros. Y le encanta sanar sus corazones también.
Ama lo que puede hacer por nosotros y por las personas que nosotros, y Él, amamos. ¡Qué maravilloso es Él, y cuánto consuelo trae eso a mi corazón!
Él es la razón por la que puedo seguir adelante, haciendo todo lo que puedo para enmendar y entregándole lo que no puedo arreglar. Porque sé que Él puede hacerlo.
Fuente: LDS Living