Cuando el presidente Russell M. Nelson habla en las conferencias de la Iglesia, los miembros de todo el mundo aprecian el amor, la compasión y la autoridad divina que refleja en su testimonio de Jesucristo. Sin embargo, mi familia siente una gratitud personal hacia él porque un milagro nos permitió conocerlo como el gran médico que es.
¿Cómo comenzó todo?
En el otoño de 1979, mientras estaba sentado en un banco del parque, mi padre estaba a punto de darse por vencido. Nada parecía ir bien en la vida de nuestra familia.
Nuestra pobreza y el desempleo hicieron que su situación fuera más desesperada. Últimamente, papá había estado buscando respuestas espirituales en varias iglesias, pero todavía no encontraba consuelo para sus preocupaciones.
Como si eso no fuera suficiente, mi padre sentía que su salud empeoraba cada día. Empezó a pensar que Dios se había olvidado de nuestra familia.
De repente, dos jóvenes altos y rubios se le acercaron. Con mucho cariño, le dijeron las sencillas palabras de consuelo y esperanza que necesitaba escuchar en ese momento.
Como si los cielos se hubieran abierto, mi padre sintió que estos jóvenes eran la respuesta a sus oraciones. Inmediatamente, los invitó a nuestra casa, escuchamos su mensaje y nuestra pequeña familia se bautizó en la Iglesia de Jesucristo.
Mi padre estaba condenado a morir o esperar un milagro
Sin embargo, pronto nuestra confianza en el Padre Celestial sería puesta a prueba. Papá sentía que su corazón se debilitaba cada vez más.
Un día, decidimos usar el poco dinero que teníamos para que visitara al médico. El cardiólogo lo examinó y determinó que debía estar en reposo.
El corazón de mi padre latía solo 33 veces por minuto (la frecuencia cardiaca normal es de 60 a 100 latidos por minuto). El médico no entendía cómo todavía podía mantenerse en pie.
Finalmente, papá fue internado en el Hospital de la Universidad Católica de Chile en un estado grave. En ese momento, los especialistas diagnosticaron que mi padre necesitaba un marcapasos.
Lamentablemente, en aquel entonces no existía tal aporte médico, ni en el hospital ni en el país, debido a la gran agitación política y económica. Mi padre estaba condenado a morir o esperar un milagro.
Con mucha fe, el obispo y sus consejeros acudieron al hospital para darle una bendición de salud.
Mientras lo ungían, entró a su habitación un grupo de médicos y un invitado extraordinario, muy cercano a los médicos chilenos.
Dicho invitado se encontraba en el país enseñando cirugía cardíaca en la misma Universidad Católica. Se trataba del cardiólogo Russell M. Nelson, un profesional excelente en su especialidad y, en ese tiempo, presidente general de la Escuela Dominical de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Los médicos chilenos dejaron al Dr. Russell Nelson con mi padre, a quien consoló con dulces palabras.
El doctor Nelson tomó la mano de mi padre y le dijo que todo estaría bien, que pronto regresaría con su familia y que algún día iría al futuro templo que se construiría en Santiago de Chile, porque el Señor había escuchado las oraciones de su pueblo.
Dos días después, gracias a los esfuerzos del entonces doctor Russell M. Nelson, papá fue operado y le colocaron un marcapasos.
Familias eternas
Mi padre vivió otros 10 años y el evangelio cambió nuestras vidas. En 1985, nos sellamos como familia en el templo recién dedicado en Santiago, Chile.
Papá sirvió como obrero del templo hasta el final de sus días en la Tierra. Sus tres hijos se casaron con miembros de la Iglesia y su primer nieto sirvió en una misión en el sur de Chile.
Durante ese tiempo, el entonces apóstol Russell M. Nelson continuó fortaleciendo vínculos con nuestro país y con la Universidad Católica de Chile.
Nunca olvidaremos a este médico maravilloso y compasivo que contribuyó decisivamente a prolongar la vida de nuestro padre.
Pasaron muchos años antes de que el apóstol Russell M. Nelson fuera sostenido como el nuevo profeta de la Iglesia.
Ese día, el corazón de nuestra familia vibró de alegría y emoción. Desde lejos, le enviamos nuestro más profundo agradecimiento, porque fue el siervo elegido para enseñarnos que el Padre Celestial siempre responde nuestras oraciones y, en el momento en que nos sentíamos más solos, nos llevó de la mano al evangelio.
Fuente: Meridian Magazine
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