Nota del editor: A veces no estamos en medio de la acción, pero igual podemos marcar la diferencia. Esta es la historia de un padre que, desde la playa, entendió algo más profundo sobre el amor de Dios y nuestro rol al ministrar.

Una aventura que empezó con entusiasmo

Un grupo de jóvenes y líderes de barrio se preparó para una travesía en kayak por las islas del noroeste de Estados Unidos. Se habían planeado las rutas, comidas, entrenamientos, incluso cómo reaccionar si el mar se ponía complicado. Para uno de los líderes, este viaje era particularmente especial, pues era el primer viaje de alto nivel al que iba su hijo.

La emoción de compartir una aventura con alguien que amamos nos conecta con lo eterno. En este caso, padre e hijo iban listos para remar, descubrir paisajes y convivir con el grupo durante una semana en el mar.

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Una pausa inesperada

La primera noche todo parecía ir bien, pero al amanecer el padre empezó a sentirse muy mal. No podía comer ni hidratarse, y era evidente que no podría continuar. Lo más difícil fue aceptar que su hijo debía seguir sin él. Para que el joven pudiera remar, otro kayak tuvo que remolcar el suyo. Verlo alejarse fue duro. Desde la orilla, ese padre sintió frustración, preocupación y una sensación de fracaso.

Esta experiencia, por más complicada que fue en el momento, le recordó que no siempre podemos acompañar a quienes amamos como quisiéramos, pero eso no significa que los abandonamos.

¿Así se siente Dios al vernos partir?

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Esa imagen de un padre viendo a su hijo alejarse hacia lo desconocido,  lo hizo reflexionar. ¿Será algo así lo que siente nuestro Padre Celestial cuando salimos de Su presencia para venir a esta vida? ¿Nos mira con la misma mezcla de confianza, dolor y esperanza?

A veces olvidamos que Dios también confía en nosotros cuando nos “suelta” al mundo. Él ha hecho planes, nos ha dado instrucciones, pero sabe que no siempre recordaremos todo. Incluso en Su perfección, debe haber un anhelo profundo de que regresemos a salvo.

La importancia de estar disponibles

Durante el viaje, hubo momentos difíciles. El grupo quedó varado en una isla por el mal clima y necesitó ayuda externa para volver, también el padre necesitó consuelo. Y fue entonces cuando entendió que todos, en algún momento, necesitamos que alguien venga por nosotros. A veces nos toca ser los rescatados y muchas otras veces, los que llevan el bote.

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El ministerio y plan del Salvador se trata precisamente de eso. Como enseñó el presidente Thomas S. Monson: 

“[…] las personas que quedaron abandonadas en el barco que quedó encallado en el tempestuoso mar son como muchos jóvenes –y hombres mayores también– que esperan ser rescatados por aquellos de nosotros que poseemos la responsabilidad del sacerdocio de tripular los botes salvavidas.” – Thomas S. Monson (“Al rescate”, abril de 2001).

La oración, ese GPS espiritual

Gracias a la tecnología, el padre podía saber dónde estaba su hijo. No siempre recibía respuestas, pero cada mensaje lo llenaba de paz. Algo similar ocurre con la oración. No siempre sentimos una respuesta inmediata, pero Dios valora profundamente cada vez que decidimos hablarle.

Es desde este punto que podemos concluir que comunicarnos con nuestro Padre Celestial nos da perspectiva cuando la distancia duele y el rumbo parece incierto.

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El regreso y lo que queda

Cuando su hijo regresó, lo más importante no fue si había remado mucho o poco, si todo salió como estaba planeado o si hubo improvisación. Lo importante fue que volvió, más fuerte, con historias para compartir.

Así será nuestro encuentro con Dios, lleno de amor, sin reproches, con gratitud por haberlo intentado. Él nos esperará con el mismo entusiasmo que siente un padre al ver llegar a su hijo.

Esta experiencia nos recuerda que servir no siempre significa estar en el centro de todo. A veces, la ministración ocurre desde un costado, en silencio, con oración, con apoyo, con pequeños gestos. Y es igual de impactante.

El amor de Dios nos rescata, pero también nos invita a ser rescatadores.

Fuente: Leading Saints 

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