Me bauticé en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días cuando tenía 19 años. En ese entonces, no tenía muchos amigos, pero me llevaba bien con todos.
Aproximadamente dos meses después, las misioneras me invitaron a conocer a un joven de mi edad, Pablo, que recién conocía la Iglesia.
Nunca pensé que él y yo llegaríamos a ser muy buenos amigos. Y como vivíamos cerca el uno del otro, compartíamos mucho dentro y fuera de la Iglesia.
Celebramos juntos su bautismo, la primera vez que compartió su testimonio y su primer discurso, e incluso cuando su mamá empezó a conocer la Iglesia.
Dos años después, empecé a ver un cambio en él. Algo no estaba bien.
Poco a poco dejó de asistir a la capilla los domingos. Poco a poco dejó de contestar mis mensajes. Poco a poco dejó de abrirme la puerta de su casa.
Hasta que un día, no supe más de él.
Ya no vivía en el mismo lugar y su número no era el mismo.
A veces me pregunto qué será de su vida, si un día regresó a la Iglesia, si pudo encontrar aquello que buscaba, si pudo sanar alguna herida que tuvo, o si un día lo volveré a ver.
Donde quiera que esté, le deseo lo mejor.
El espacio que dejan atrás
Una de las cosas en las que pienso es que las bancas vacías en la Iglesia no solo representan espacios sin ocupar, sino también la ausencia de aquellos que alguna vez compartieron nuestra fe.
No creo que el caso de Pablo sea el único, es más, sé que no lo es.
Entre esos espacios vacíos, quizás se encuentra un amigo con el que creciste en la Iglesia, un compañero de misión, tu maestra de la Primaria, tu presidente de cuórum, quien te repartía la Santa Cena, o una hermana de la Sociedad de Socorro.
Cada una de estas personas ha pasado por algo que no sabemos, ya sea por sus desafíos de fe o de la vida. Han manejado esos momentos de tribulación y crisis de fe de diferente manera, incluso de formas que pueden no agradarnos mucho o que no entendemos.
A pesar de todo esto, siguen siendo las personas que apreciamos y esperamos un día volver a ver.
Pensando en esto, hay algunas cosas que podemos tener en cuenta para ayudar a aquellos que sienten que es mejor alejarse de la Iglesia o que ya dejaron de asistir.
1. Ser mejores miembros
Cuando dejamos que los prejuicios y los sentimientos negativos se apoderen de nosotros, podemos herir a alguien sin querer. No nos convirtamos en la razón por la que una persona se aleje de la Iglesia.
Seamos más empáticos, más prestos a servir que a criticar, seamos una fuente de apoyo y fortaleza y no de juicio, ataques y desánimo.
2. No presionar
Una vez leí un comentario de alguien que decía: “No me gusta que me presionen, yo sé cuando volveré a la Iglesia”.
Hay parte de verdad en esto. A nadie le gusta que le estén insistiendo para hacer algo porque puede llegar a resultar cansado y frustrante.
Pienso que visitar, compartir un pequeño mensaje o escribirle algo a esa persona que ya no asiste a la capilla no tiene que ser un constante recordatorio que diga “regresa a la Iglesia”.
Tal vez un sencillo mensaje de “espero que te encuentres bien”, “espero que tengas un bonito día”, “me gustaría compartirte está cita” o “encontré un video muy gracioso que te agradará”.
Son esos actos de interés los que hacen la diferencia. Recuerda que esta interacción tampoco es para juzgar o criticar, hemos sido llamados a elevar y ayudar.
Tal vez llamarlas por su nombre en lugar de referirnos a ellas como “personas inactivas” nos ayude a sentir más comprensión.
3. Orar por ellos
Una de las cosas sencillas que podemos hacer por otra persona es orar por ella.
En esas conversaciones diarias que tenemos con el Padre, podemos pedir por su bienestar, por su familia, para que le vaya bien en el trabajo, para que sus desafíos y cargas sean más ligeras.
Ora para que sientan verdaderamente que tanto tú y esta Iglesia los recibirá cuando deseen volver.
4. Estar siempre abiertos
Por último, ya sea que aquella persona regrese a la Iglesia mañana, dentro de 6 meses o 3 años, que sea tu intención recibirla con los brazos abiertos, no con críticas y miradas de juicio.
Recuerda que la Iglesia no es solo un lugar físico, sino una comunidad de hermanos y hermanas que se apoyan incondicionalmente.
Las puertas de nuestro hogar espiritual siempre estarán abiertas para ellos, es lo mismo que haría el Señor Jesucristo, nos recibiría con los brazos extendidos en un cálido abrazo de bienvenida.
Finalmente, si estás leyendo esto y aún no te sientes listo para regresar a la Iglesia, está bien. Tan solo me gustaría compartirte lo que me gustaría decirle a Pablo:
“Te espero, querido amigo. Ojalá que un día la fe y la amistad nos vuelvan a reencontrar”.