Las Escrituras son relativamente mínimas con respecto a la vida de Jesucristo entre Su nacimiento y la edad de 12 años, y entre los 12 hasta el comienzo de Su ministerio oficial a la edad de 30 años.
Entonces, ¿cómo fue para el Salvador pasar de niño a la edad adulta?
Cuando Lucas nos dice que Jesús “crecía en sabiduría, y en estatura y en gracia para con Dios y los hombres” (Lucas 2:52), lo que quiere decir es que a medida que pasaron los años, Jesucristo:
- Creció en conocimiento, en intelecto y en comprensión.
- Creció en fuerza física, sin duda debido en gran parte al tipo de trabajo físico extenuante que realizaba diariamente como el hijo de un carpintero.
- Se desarrolló espiritualmente y se acercó a ese Ser santo quien era Su verdadero Padre.
- Creció socialmente, sugiriendo que era agradable, probablemente feliz, incluso juguetón, y se llevaba bien con sus amigos.
Por otro lado, Sus años de preparación pudieron haber sido algo inusuales. No sabemos nada sobre Su relación con Sus hermanos y hermanas, a excepción de sus nombres: Santiago, José, Simón y Judá.
Sin embargo, sabemos que para cuando comenzó el ministerio de Jesús, Sus hermanos no creían en Él (Juan 7:5) y que algunos de Sus amigos hablaban de Él como “[estuviera] fuera de sí” (Marcos 3:21), que traducido en una biblia estándar quiere decir “Él estaba loco” o “se había vuelto loco”.
De Gracia en Gracia
En una revelación moderna, aprendemos que Jesús “no recibió de la plenitud al principio [de la gloria y el poder del Padre], sino que continuó de gracia en gracia hasta que recibió la plenitud” en la Resurrección. “Y por esto fue llamado el Hijo de Dios, porque no recibió de la plenitud al principio” (DyC 93:13-14).
El crecer de gracia en gracia implica un proceso de desarrollo, una progresión de un nivel de logro espiritual a un nivel superior. Al discutir el crecimiento de nuestro Señor, de gracia en gracia, el Elder James E. Talmage hermosamente escribió:
“Su niñez fue real, su desarrollo tan necesario y verdadero como el de todo jovencito. Sobre su mente había descendido el velo del olvido que es común entre todos los que nacen en la tierra, velo por medio del cual se apaga el recuerdo de la existencia primordial.
El Niño creció, y este crecimiento le trajo el ensanchamiento mental, el desarrollo de sus facultades y el progreso en cuanto a poder y entendimiento.
Pasó de una gracia a otra, no de un estado sin gracia a uno de gracia; de lo bueno a lo mejor, no de lo malo a lo bueno; de gracia para con Dios a una gracia mayor, no de una separación por causa del pecado a una reconciliación por medio del arrepentimiento y la propiciación” (Jesús el Cristo).
Asimismo, una de las gemas preciosas que surgieron a través de la traducción de la Biblia por el Profeta José Smith es la siguiente adición a la versión Reina Valera, el pasaje que tiene implicaciones tanto históricas como doctrinales sobre el crecimiento del Salvador hasta la madurez:
“Y aconteció que Jesús creció con sus hermanos, y se fortaleció y esperó en el Señor a que llegara el tiempo de su ministerio.
Y servía bajo su padre, y no hablaba como los demás hombres, ni se le podía enseñar, pues no necesitaba que hombre alguno le enseñara.
Y pasados muchos años, se acercó la hora de su ministerio” (TJS Mateo 3:24-26).
No era que Jesús no pudiera o no quisiera aprender de su madre y su padrastro, José, o incluso de los rabinos en la sinagoga local, ya que Él ciertamente debe haber aprendido mucho de ellos.
Hay algunas cosas, sin embargo, que ningún mortal puede enseñar, algunos elementos de la sabiduría divina que solo pueden venir de lo alto, algunas ideas sobre las cosas celestiales que sólo pueden ser adquiridas por Dios el Padre Eterno, a través del poder de Su Espíritu Santo (1 Juan 2:27).
Hombre, pero más que eso
Jesucristo tuvo una doble herencia.
Primero, era el hijo de María. De ella heredó la mortalidad, la carne, incluida la capacidad de morir. Jesús necesitaba ser mortal para comprender y apreciar los desafíos de ser un ser humano.
Salió a un mundo caído y, día tras día, encontró dolor, aflicción, tentación, enfermedad o debilidad, “para que sus entrañas sean llenas de misericordia, según la carne, a fin de que según la carne sepa cómo socorrer a los de Su pueblo, de acuerdo con las debilidades de ellos” (Alma 7:12).
Segundo, el Nazareno era también el Hijo de Dios, el Todopoderoso Elohim, y de Él heredó la inmortalidad, la capacidad y el poder para vivir para siempre. Esta doble herencia fue absolutamente necesaria. Mira cuidadosamente las palabras del ángel al rey Benjamín mientras hablaba de la venida de Jehová:
“Y he aquí, sufrirá tentaciones, y dolor en el cuerpo, hambre, sed y fatiga, aún más de lo que el hombre puede sufrir sin morir; pues he aquí, la sangre le brotará de cada poro, tan grande será su angustia por la iniquidad y abominaciones de su pueblo”.
El Rey también profetizó: “Y he aquí, él viene a los suyos, para que la salvación llegue a los hijos de los hombres, mediante la fe en su nombre; y aun después de todo esto, lo considerarán como hombre, y dirán que está endemoniado, y lo azotarán, y lo crucificarán” (Mosíah 3:7,9)
Al enfatizar que la ofrenda del Mesías sería un sacrificio infinito y eterno, Amulek explicó:
“Y no hay hombre alguno que sacrifique su propia sangre, la cual expíe los pecados de otro. Y si un hombre mata, he aquí, ¿tomará nuestra ley, que es justa, la vida de su hermano? Os digo que no” (Alma 34:11).
Verdaderamente, Jesús de Nazaret era un hombre, pero era mucho más que un hombre. Si Él no hubiera tenido la inmortalidad dentro de Él, no podría haber soportado el sufrimiento de Getsemaní y el Gólgota.
Si Él no hubiera tenido la inmortalidad dentro de sí, no podría haber tenido el poder de perdonar el pecado y efectuar un gran cambio en aquellos que acuden a Él con fe. Si Él no hubiera tenido la inmortalidad dentro de sí, no podría haberse levantado de la tumba, de la muerte a la vida eterna.
Ahora, para estar seguros, Jesús mismo estaba sujeto a la tentación. Era posible que Él pecara. El Hijo de Dios no se libró de las burlas ni los engaños ni las tentaciones del padre de las mentiras.
Jesús sabía por experiencia que Lucifer era, tal como lo explicó José Smith, un “un ser efectivo del mundo invisible que ejercía una fuerza tan asombrosa como yo nunca había sentido en ningún otro ser” (José Smith-Historia 1:16).
Algunos han supuesto que la confrontación del Salvador con Lucifer en el desierto de Judea justo después del bautismo de nuestro Señor fue el único momento de tentación (Mateo 4:1-11, Lucas 4:1-13). Este definitivamente no es el caso.
Es el escritor del evangelio de Lucas quien ofreció este punto de claridad: “Y cuando el diablo hubo acabado toda tentación, se alejó de él por un tiempo” (Lucas 4:13; énfasis añadido).
De hecho, Jesús fue “tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15), “pues por cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados” (Hebreos 2:18).
Gracias a que afrontó las vicisitudes de la vida mortal es que Él puede servir como nuestro Abogado, ya que “conoce las flaquezas del hombre y sabe cómo socorrer a los que son tentados” (DyC 62:1).
Podemos decir de Jesús lo que no podemos decir de ninguna otra persona en el planeta Tierra: Él era total y completamente inocente, nunca dio un paso atrás, nunca tomó un desvío moral, nunca cometió pecado.
Al hablar con los estudiantes en una charla fogonera de la Universidad Brigham Young, el élder Bruce R. McConkie declaró:
“Tenemos que ser perfectos para ser salvos en el reino celestial. Pero nadie llega a ser perfecto en esta vida. Solo el Señor Jesús ha alcanzado ese estado y tenía una ventaja que ninguno de nosotros tiene.
Él era el Hijo de Dios, y vino a esta vida con una capacidad espiritual y un talento y una herencia que superó más allá de toda comprensión lo que cualquiera del resto de nosotros” (Jesucristo y a este crucificado).
En resumen, Jesús fue en muchos sentidos tal como somos nosotros; sin embargo, poseía poderes innatos, atributos divinos y cualidades celestiales que ningún otro ser mortal ha poseído jamás.
Alcanzar una altura Celestial
Más de una vez, cuando he hablado en una clase sobre el hecho de que Jesucristo tiene poderes y habilidades que no poseemos, algunos en clase tienen una reacción como la siguiente: “¡Espera un momento! Eso no está bien. No es justo que el Salvador tenga más poder durante Su vida mortal que yo”.
Mi respuesta, en esencia, siempre es: “¿De verdad quieres decir eso?, ¿De verdad quieres que Jesús y tú sean completamente iguales, sin que Él tenga ventajas?” Generalmente, la persona se toma un momento para pensar más en su comentario y luego indica que está de acuerdo con un Salvador que es más grande que Él.
C. S. Lewis dijo:
“Si me estoy ahogando en un río acaudalado, un hombre que todavía tiene un pie en la orilla puede darme la mano que me salve la vida. ¿Debería gritar (entre jadeos) ‘’¡No, no es justo! ¡Tienes una ventaja! Estás con un pie en la orilla”? Esa ventaja, llamémosla “injusta” si lo deseas, es la única razón por la que él puede ser de ayuda para mí. ¿A quién pedirás ayuda si no buscas a alguien que es más fuerte que tú?”
El Salvador decidió venir a la Tierra, tomar un cuerpo físico, someterse a las agonías, pruebas y aflicciones de este segundo estado para poder ser como nosotros, para saber lo que era ser humano, para experimentar de primera mano los desafíos y las alegrías, las cargas y bendiciones de la vida en la Tierra.
Sin embargo, en muchas maneras Él era y es muy diferente de ti y de mí, y es esa diferencia, esa ventaja divina, si deseas llamarla así, es lo que permite a Jesucristo extender Su ayuda, tomarnos suavemente de la mano y elevarnos a las alturas celestiales.
Este artículo fue escrito originalmente por Robert L. Millet, extracto de su libro “The Attoning One”, y fue publicado por ldsliving.com con el título: “What We Know About Jesus’s Siblings, Childhood, and Growth into Manhood.
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