Cuando tenemos problemas en nuestras relaciones, especialmente durante el matrimonio, buscamos cuáles son las causas y casi siempre descubrimos defectos en la otra persona, por lo que asociamos nuestros problemas a dichos defectos.
De esta manera, responsabilizamos a nuestra pareja, justificándonos y dejando todo el peso de la culpa sobre la otra persona, creyendo que somos racionales y lógicos, pero al fin y al cabo, no lo somos, pues estamos llenos de prejuicios.
Por ejemplo, solemos estar más conscientes de nuestras circunstancias que de la de los demás, por lo que si algo nos sale mal, nos justificamos diciendo que fue por la presión, la exigencia, la falta de sueño, etc., pero cuando otra persona hace lo mismo, no la justificamos.
Decimos que tiene un mal carácter o que no es una persona con autodisciplina, ni autocontrol o que no es tan buena como debería ser.
Las investigaciones sobre estos prejuicios humanos indican que mientras excusamos nuestro propio comportamiento y justificamos la compasión por nosotros mismos, tendemos a enfocarnos únicamente en los defectos morales de los demás cuando cometen errores.
Es entonces que, mientras esperamos que los demás nos ofrezcan comprensión, compasión y perdón por nuestros errores, nos sentimos justificados al no ser compasivos con los demás.
Excusamos nuestras debilidades con nuestras intenciones y nos victimizamos.
El hermano de Jared vio esto claramente y lo compartió para que lo tengamos en consideración:
“Por causa de la caída nuestra naturaleza se ha tornado mala continuamente”. (Éter 3:2)
Este juicio es producto de la caída. Podemos intentar ser buenos, compasivos y misericordiosos, pero nuestra configuración humana, por defecto, es la de estar a la defensiva y condenar a los demás.
Para lograr vencer esta naturaleza, debemos experimentar un cambio de corazón. Debemos llevar a Cristo dentro de nosotros, apartándonos del hombre y la mujer natural, para convertirnos así, en nuevas criaturas en Cristo.
La Santa Cena
Cada semana se busca experimentar aquello en la Iglesia de Jesucristo, cuando participamos juntos en oración, cantamos un himno de alabanza, tomamos Su nombre sobre nosotros y nos comprometemos a tenerlo siempre presente. Experimentamos eso durante la Santa Cena.
Esta participación no hace más que comenzar esta transformación, pues únicamente teniendo Su espíritu con nosotros, seremos transformados de manera constante.
Si bien no alcanzamos el nivel celestial todas las semanas durante la Santa Cena, cada semana nos presentamos ante el Señor tal como lo enseñó Stephen Robinson:
“Mientras nos preparamos para el sacramento y decimos esencialmente: ‘Padre Celestial, esta semana tampoco he sido perfecto, pero me arrepiento de mis pecados y reafirmo mi compromiso de guardar todos los mandamientos. Prometo volver e intentarlo de nuevo con todo mi corazón, poder, mente y fuerza.
Todavía quiero y necesito la limpieza que viene a través de la fe, el arrepentimiento y el bautismo. Por favor, renueva mi convenio, mi convenio bautismal, y concédeme las continuas bendiciones de la Expiación y la compañía del Espíritu Santo’”.
Nuestra meta no es someter al hombre o mujer natural, sino transformarlo en un discípulo de Jesucristo. Esa es la meta; ese es el logro de toda nuestra vida: reconocer la caída en nosotros mismos y sustituirla por “la mente de Cristo” (1 Corintios 2:16).
Cuando veamos las cosas como Él lo hace y anhelemos ser redentores como Él lo es, nos habremos convertido en Sus hijos e hijas.
El fruto más seguro de esta gran transformación será que miraremos nuestros propios defectos con humildad y clamaremos por la cura celestial:
“¡Oh Jesús, Hijo de Dios, ten misericordia de mí que estoy en la hiel de amargura, y ceñido con las eternas cadenas de la muerte!”. (Alma 36:18)
Así, miraremos los defectos de los demás con gracia y compasión.
Cuanto más nos acerquemos a nuestro Padre Celestial, estaremos más dispuestos a mirar con compasión las almas que sufren; sentiremos querer tomarlas sobre nuestros hombros y echar sus pecados a nuestras espaldas.
Si quieren que Dios tenga misericordia de ustedes, tengamos misericordia los unos con los otros.
Podremos saber hasta qué punto nuestro cambio de corazón ha tomado forma por la manera en que responderemos a los defectos de los demás.
Cuando ofrezcamos gracia, misericordia, bondad y ayuda, podremos saber que Jesús está reemplazando nuestros corazones por el de Él.
Fuente: Meridian Magazine
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