Cuidado con cómo vives el evangelio, muchos te están observando

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Nuestras acciones hablan más que mil palabras, sobre todo las acciones que parece que nadie ve. ¿Vives el evangelio en la Iglesia o lo vives a diario?

Uno casi nunca sabe si hay personas que nos están mirando o juzgando, si alguien, observa quienes somos en verdad cuando no estamos en la Iglesia.

La experiencia que compartiré me enseñó que todos debemos estar siempre atentos a lo que hacemos y quiénes somos y, sobre todo, a quién representamos.

La cantidad de jóvenes Santos de los Últimos Días nunca fue demasiado grande en la ciudad en donde crecía. Yo era el único miembro de toda mi clase en la secundaria. Sin embargo, los pocos que vivíamos en el área teníamos un excelente programa de seminario.

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Nos reuníamos de todas partes de la ciudad y los vecindarios para las lecciones que se impartían a diario en nuestra pequeña capilla a partir de las 7 de la mañana.

Cuando regresé de mi misión, asistí a una escuela preparatoria cerca de la capilla durante un año antes de asistir a la Universidad Brigham Young.

Durante ese año, fui llamado para enseñar aquella pequeña clase de seminario. De lunes a viernes, desde las seis de la mañana, tomaba prestado el auto de mi padre y manejaba unas 40 kilómetros para recoger y dejar a cada integrante de la clase.

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Hubo días durante el invierno donde hacía tanto frío debido a la nieve que apenas tenía tiempo para recoger a los jóvenes de mi clase y llevarlos a casa antes de que comenzaran la escuela. A veces, mis lecciones duraban solo cinco o diez minutos, pero nos divertíamos mucho.

Durante ese año, desarrollé una amistad y un amor especial por estos fieles jóvenes. Eran maravillosos jóvenes santos que luego llegaron a ser maravillosos misioneros y devotos padres y madres.

 Ese programa de clases de seminario continuó años después de que me fui a la universidad en Utah. Muchas experiencias espirituales memorables surgieron de esa pequeña clase de seminario a lo largo de los años. 

Una de estas experiencias, una que siempre me llega al corazón, involucró a una buena joven, que por cierto era mi sobrina, Ally.

Ella era una estudiante de secundaria y participaba de muchos deportes, consejos estudiantiles y de, por supuesto, sus estudios. Incluso con su tiempo tan ajustado, nunca dejó de asistir a la clase de seminario.

Con frecuencia, se retrasaba en su estudio de las Escrituras y contaba con poco tiempo para ponerse al día.

A menudo comía rápidamente la lonchera de la escuela y luego se dirigía hacia el patio y se sentaba en un banco o buscaba un lugar tranquilo en un rincón para leer algunos capítulos de las Escrituras antes de que comenzara su próxima clase.

Un día, mientras leía su Libro de Mormón, por el rabillo del ojo, Ally creyó ver a alguien mirándola desde el otro lado del salón. Un joven vestido con un suéter con capucha negra y una mochila vieja la estaba mirando.

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Ella sabía que debía ser un compañero de la escuela, pero no tenía idea de quién era o porqué la estaba mirando a lo lejos. Ese día se sintió muy incómoda, pero siguió leyendo las Escrituras.

Este mismo joven estuvo de nuevo en el mismo lugar al día siguiente y al día siguiente, siempre mirándola. Sus esfuerzos por evitar al muchacho nunca funcionaron. Se obsesionó tanto con su presencia que no pudo soportarlo más.

Al cuarto día, saltó del banco y se acercó a él. En un tono muy a la defensiva, ella lo confrontó y le preguntó:

“¿Quién eres? ¿Qué haces mirándome así todos los días? No te conozco y eso no me agrada nada. Así que detente y vete o te denunciaré”.

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El joven quedó algo aturdido ante tal declaración, era demasiado tímido como para responderle. Después de un momento, le preguntó en voz baja: “¿Qué estás leyendo?”.

Ally se sorprendió con la pregunta y simplemente respondió: “Un libro. ¿Por qué quieres saber? ¿Por qué te interesa?”

El joven le contestó en voz baja: “¿Cuál es ese libro?”

Sin saber porqué él le hizo esa pregunta o qué debería responder, dijo: “Se llama El Libro de Mormón. ¿Por qué quieres saber?”.

Tímidamente abrió su mochila y silenciosamente sacó un libro. Era como el de ella. El mismo color. El mismo tamaño. Miró de cerca el título.

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Para su sorpresa, decía “El Libro de Mormón”. Ally quedó perpleja.

¿Por qué tenía un ejemplar del Libro de Mormón en su mochila? Tímidamente la miró y le confió a Ally que durante días había estado tratando de reunir el valor para preguntarle sobre este libro, por esa razón la estaba mirando.

Dijo que un amigo se lo había dado unas semanas antes y que algún día podría cambiar su vida. Él confesó que la había visto leer su copia del Libro de Mormón durante la hora del almuerzo y silenciosamente esperaba poder ganar la suficiente confianza para tener la oportunidad de preguntarle a Ally acerca del libro.

Su pregunta fue simple: “¿Podrías decirme qué tiene de especial este libro? Debe ser especial si te veo leyéndolo aquí todos los días después de almorzar cuando podrías estar haciendo otra cosa”.

Fue sincero y humilde en sus preguntas. Estaba buscando algo. No pretendía ofender a Ally o asustarla al mirarla. Pero algo le había dicho que la buscara. Era tímido por naturaleza, pero tenía un profundo deseo de saber más sobre el extraño libro que le había regalado su amigo.

Los dos hablaron por un rato y se hizo evidente para Ally que había pasado recientemente por un momento difícil y que estaba buscando ayuda. Quería respuestas. En el fondo él había esperado que tal vez este libro pudiera brindarle algo de consuelo, guía e inspiración.

Ally no dejó que esta oportunidad se desperdiciara. Su actitud cambió. Ella sintió que el Espíritu le decía que lo ayudara. Poco a poco se hicieron buenos amigos. Ella le explicó los conceptos básicos que sabía sobre el Libro de Mormón.

Una vez que ella ganó su confianza, hizo lo que era lo mejor que podía hacer en esas circunstancias; le preguntó si le gustaría reunirse con sus amigos, los misioneros.

Ellos podrían decirle todo lo que necesitaba saber sobre este poderoso libro y podrían reunirse en su casa para esas lecciones si así lo deseaba. Él aceptó. 

Después de unos meses llenos de enseñanza por parte de dos excelentes misioneros y el apoyo de Ally, la vida de este joven comenzó a cambiar. Aceptó las lecciones misionales sin dificultad y oró sobre su mensaje. Estaba listo y en busca el evangelio.

Poco tiempo después, se bautizó, con Ally y sus amigos y familiares del seminario presentes en su bautismo. Con el buen compañerismo de esa pequeña clase de seminario, se mantuvo activo en la Iglesia. Llegó a ser amado por sus nuevos amigos del barrio.

Un buen obispo trabajó con él para que pudiera recibir el sacerdocio. Unos años más tarde, este joven, tímido y perdido, con el suéter con capucha negra, que solo podía mirar a Ally desde lejos, se fue para servir una misión para la Iglesia de Jesucristo. 

Yo también me convertí a la Iglesia cuando estaba en mi último año de la escuela secundaria en esa misma ciudad. Sé cómo se debe haber sentido al buscar respuestas a las preguntas de la vida.

Gracias a Dios que hay santos como Ally que viven el evangelio con veracidad y escuchan al Espíritu. Y al igual que Ally, son santos que recuerdan que están llamados a ser misioneros primero.

Están listos para congregar Israel en cualquier momento y bajo cualquier circunstancia, incluso mientras se les observa desde el otro lado del patio del almuerzo. Sus acciones cambiaron el destino de un joven que también buscaba la verdad.

¿Quién sabe cuántas otras vidas se cambiaron para mejor durante la misión de este joven, se casaron en el templo y criaron a su familia en la Iglesia?

Todo esto porque una joven estudiante de seminario respondió a una pregunta inquisitiva de un total extraño.

Alguien me dijo una vez: “Debemos vivir el Evangelio como si las personas siempre nos estuvieran mirando, porque nuestras vidas pueden ser el único libro que leerán”.

 Ally no solo leyó su Libro de Mormón, sino que su vida también era leída por alguien que buscaba la verdad del Evangelio.

Fuente: ldsblogs.com

Comentarios
Gracias, esa es mi respuesta. Es hermosa. Gracias a ustedes y al Señor Mi Dios.
mariano

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