Esta historia fue originalmente escrita por Krista M. Isaacson
Una tarde, mi hija Elora, de dos años, enfermó toda la tarde debido a un malestar estomacal. Después de varios baños y cambios de pijama, por fin se quedó dormida, sin embargo, mientras descansaba a mi lado, sufrió una convulsión y no podía despertar.
La llevamos de urgencia al hospital donde le descubrieron un tumor cerebral. A pesar de los esfuerzos de los médicos y cirugías de emergencia, Elora nos dejó 30 horas después de aquella primera convulsión.
Un dolor agobiante
Mi corazón quedó destrozado. No sabía cómo seguir ahora que la vida de mi hija había terminado.
El dolor me consumía.
Semanas después del funeral de Elora, me sumergí en la profunda oscuridad de dolor, tristeza y culpa, hasta llegar a un punto en el que ya no podía salir por mí misma.
Necesitaba ayuda desesperadamente.
Terapia, grupos de apoyo y otros recursos de duelo eran necesarios. Pero eso también tomaría tiempo, y no sabía si podría soportar un día más en la amarga oscuridad.
Necesitaba ayuda ahora.
Fue entonces que me di cuenta que, en la neblina de mi pesar y dolor, había pasado por alto una de las fuentes más inmediatas de consuelo y sanación disponibles. Tomé mis Escrituras y me volví hacia Cristo.
Las escrituras proporcionan respuestas
Devoré la palabra de Dios, leyendo versículos e historias familiares con nuevos ojos y nuevas necesidades. Le pedí que me guiara a las secciones de las Escrituras que Él sabía que me ayudarían.
¿Qué aprendí?
Me enseñó a encontrar paz, a confiar en las promesas de consuelo y compañía, y cómo acceder a la expiación de Cristo.
Sin embargo, lo más notable fue que me recordó que incluso Jesús experimentó dolor. Las historias de Su vida son un manual sobre cómo llorar personalmente y apoyar a quienes lloran (Mosíah 18:9).
Jesús no se escondió del dolor, sino que se permitió afligirse por y con aquellos que amaba, y nosotros también podemos hacerlo. Aquí hay cinco cosas que podemos aprender del ejemplo de Cristo.
Jesús lloró
Cuando Lázaro cayó enfermo, María y Marta enviaron un mensaje a Jesús, esperando que Él viniera a sanar a su hermano, pero Jesús no llegó a tiempo. Las hermanas lamentaron: “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto” (Juan 11:21; 11:32).
María y Marta aún no sabían que Jesús tenía el poder de resucitar a los muertos. Estaba a punto de arreglarlo todo, y aun así, Él les permitió llorar.
No reprendió sus lágrimas ni cuestionó su fe. En cambio, “lloró Jesús” (Juan 11:35). Se paró a su lado en su dolor y lloró.
Gracias a Jesucristo, nuestros seres queridos también resucitarán, pero esa doctrina no borra el dolor que sentimos cuando alguien muere.
Jesús lloró y nosotros también podemos hacerlo.
Jesús se conmovió con compasión
Cuando Jesús supo que su primo Juan el Bautista, falleció “se apartó de allí en una barca a un lugar desierto” (Mateo 14:13).
Jesús buscó privacidad para lamentarse, pero una multitud lo siguió. Al interrumpir Su duelo, Jesús no se enojó, sino que “tuvo compasión de ellos” (Mateo 14:14).
Todos necesitamos la libertad de lamentarnos a nuestra manera, sin embargo, puede que familiares y amigos bien intencionados a veces puedan decir o hacer cosas que no sean muy útiles.
Cuando esto sucede, podemos seguir el ejemplo de Cristo y reaccionar con compasión. Alejarnos de la ira y la ofensa solo puede bendecir nuestros corazones ya rotos.
Jesús mostró compasión y nosotros también podemos hacerlo.
Jesús lo levantó
El dolor no se reserva solo para la muerte. Este fue el caso del padre que le pidió a Jesús que sanara a su hijo de un “espíritu mudo”. Este padre exhausto había soportado años de dificultades y angustia y tenía muchas razones para estar afligido.
En su desesperación, se acercó a Jesús con un corazón honesto:
“Creo; ayuda mi incredulidad”. (Marcos 9:24)
Su fe imperfecta fue suficiente para bendecir a su hijo.
“Jesús lo tomó de la mano y lo levantó”, sano y completo (Marcos 9:27).
El dolor puede sacudir nuestros cimientos, pero al pedir ayuda a Cristo, Él nos elevará a nuevas alturas de sabiduría, experiencia, sanación y esperanza.
En el bautismo, hacemos convenio de hacer lo mismo. Podemos ofrecer una mano de aceptación, paciencia y compañía a todos los que crucen nuestro camino, levantándolos con nuestro amor.
Jesús se levantó y nosotros también podemos hacerlo.
Jesús vino
La hija de Jairo estaba muriendo, y Jesús accedió a ir con él para salvarla; pero en el camino, sintió un toque de fe que sanó a la mujer con flujo de sangre.
Mientras Jesús hablaba con ella, Jairo recibió la noticia de que su hija había muerto. Cristo lo consoló, diciendo:
“No temas; cree solamente”. (Lucas 8:50)
Luego, fue con Jairo como lo prometió.
“Cuando entró Jesús en la casa del principal,… fuera, entró y la tomó de la mano, y la niña se levantó”. (Mateo 9:23, 25)
Confiar en Cristo significa confiar en Sus métodos y Su tiempo.
Las bendiciones no siempre llegan de la manera que esperamos, y no siempre recibimos el milagro por el que oramos. Aun así Cristo prometió:
“No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros”. (Juan 14:18)
Incluso cuando parece que la esperanza se ha ido, nos sentimos solos o abandonados, o nuestro dolor es demasiado pesado para soportar, Cristo nunca nos dejará solos.
Sus seguidores confiaron en que Jesús vendría por ellos y nosotros también podemos hacerlo.
Jesús dijo: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”
Sabiendo que sufriría un dolor y tristeza inimaginables, Cristo entró voluntariamente en Getsemaní y se sometió a Dios.
“Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. (Lucas 22:42).
Bajo el peso de cada experiencia y emoción mortal, sudó, “como grandes gotas de sangre” (Lucas 22:44).
Él es el único que sabe exactamente cuán aplastante se siente tu dolor, porque Él también lo sintió. Y sabe exactamente cómo ayudar.
Podemos seguir el ejemplo de nuestro Hermano y ofrecer nuestra voluntad a Dios, incluso cuando, y especialmente cuando, no entendemos por qué nos llegan ciertas pruebas.
El Padre prometió que puede enseñarnos cómo convertir nuestros días más oscuros en oportunidades para llevar luz y esperanza a aquellos que están donde nosotros hemos estado.
Así es como nos unimos al equipo del Salvador, ayudándole a “levanta las manos caídas” (Doctrina y Convenios 81:5).
Llorar con Cristo
Extraño a Elora todos los días. Mi viaje a través del dolor todavía continúa, pero al unirme a Cristo, llegué a saber que el dolor no es algo que temer. Es una expresión sagrada de amor y la esperanza de la resurrección y el reencuentro.
Sé que con Cristo, cada dificultad puede ser aligerada mientras seguimos Su ejemplo e invitamos a que Él camine a nuestro lado.
Jesús lloró, pero también se regocijó en el glorioso plan de felicidad.
Y nosotros también podemos hacerlo.
Fuente: LDS Living
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