La relación entre una madre y su hijo es un delicado vaivén de cercanía y distancia, una dinámica en constante cambio. Este ritmo está presente en el relato de María y su hijo Jesús, ilustrado en el evangelio según 1 Nefi 11.
En esta visión, Nefi observa a María con el Niño en brazos mientras el ángel declara: “He aquí el Cordero de Dios” (1 Nefi 11:21). Esta escena resalta la intimidad entre madre e hijo, subrayando el sacrificio que ambos hicieron al aceptar la misión redentora de Cristo.
María, como cualquier madre, habría sabido que su hijo eventualmente dejaría sus brazos para enfrentar al mundo. Sin embargo, su comprensión iba más allá de lo habitual.
Gabriel le había revelado la identidad divina de su hijo (Lucas 1:35), lo que habría añadido un peso profético a su intuición maternal. María sabía que Jesús no solo dejaría su hogar, sino que iría al mundo como un Salvador que se mezclaba entre su pueblo.
El ángel mostró a Nefi la misión de Cristo como una manifestación de la condescendencia de Dios. Esta condescendencia, según el ángel, es el amor de Dios, un amor tan grande que el Padre envió a su Hijo para vivir y morir entre la humanidad.
Jesús vino al mundo a compartir plenamente la experiencia humana, un acto que refleja tanto humildad como solidaridad divina.
Las dimensiones de la condescendencia
La condescendencia de Dios puede entenderse en dos dimensiones: una vertical y una horizontal. La dimensión vertical describe el descenso de Cristo desde los cielos hasta la mortalidad, y su ascenso final a su trono celestial.
Por otro lado, la dimensión horizontal enfatiza su interacción con la humanidad. Jesús dejó los brazos de su madre para “ir entre los hijos de los hombres” (1 Nefi 11:24).
Este movimiento horizontal está marcado por su bautismo junto a las multitudes en el Jordán, su ministerio entre los enfermos y afligidos, y su sufrimiento entre quienes lo rechazaron. Cada paso que Jesús dio simboliza su disposición de estar “entre nosotros, por nosotros y con nosotros”.
La perspectiva de María
Desde el punto de vista de María, la condescendencia de Cristo es más que un acto divino; es una experiencia profundamente personal.
Ver a su hijo salir al mundo habría sido un recordatorio constante de que él pertenecía a todos, no solo a ella. La trayectoria de Cristo desde los brazos de su madre hasta la cruz encapsula la esencia del amor divino: un amor que se da completamente, sin reservas.
La palabra “derramar” usada por Nefi para describir este amor también evoca imágenes tanto del nacimiento como de la muerte de Cristo.
Durante su nacimiento, se derramaron lágrimas, sangre y vida para traer al Salvador al mundo. En su muerte, se derramó su sangre como expiación por los pecados de la humanidad (Mateo 26:28).
Este derramamiento simboliza el amor de Dios que, como dice Nefi, “se derrama en los corazones de los hijos de los hombres” (1 Nefi 11:22).
El mensaje del evangelio de María
El evangelio de María nos ofrece una perspectiva única de la misión de Cristo al resaltar el costo personal que esta tuvo para su madre. Mientras otras narraciones evangélicas presentan a María como una figura distante y venerada, en 1 Nefi 11 podemos vislumbrar su perspectiva maternal.
Esta visión no solo humaniza a María, sino que también profundiza nuestra comprensión de la condescendencia de Dios.
María entendió que su hijo, el niño que llevó en sus brazos, debía enfrentarse al mundo para cumplir su misión redentora.
Su sacrificio como madre, junto con el de su hijo, nos enseña sobre el amor divino en acción. Este amor no se limita a una relación vertical de Dios hacia la humanidad; también se extiende horizontalmente, entre nosotros, a través del ministerio y la expiación de Cristo.
El evangelio de María no es solo una historia de sacrificio, sino también una poderosa lección de amor: un amor que desciende, se extiende y se da por completo.
Fuente: LDS Living