Para algunos, Jerusalén es una ciudad lejana, llena de historia y misterio. Para otros, es un lugar que cambia la vida. Así fue para Michaela, una joven Santos de los Últimos Días que tuvo la oportunidad de vivir un semestre en el BYU Jerusalem Center. Aunque han pasado los años, el deseo de volver a pisar sus pasillos, sentir la quietud de sus jardines y contemplar sus ventanas que miran hacia lo sagrado, permanece tan vivo como el primer día.

Estudiar en el Jerusalem Center no fue solo una experiencia académica para Michaela. Fue algo que la marcó profundamente, algo que la ató a Israel de forma espiritual y emocional. No es difícil entender por qué. Este centro de estudios, ubicado en una ladera del Monte de los Olivos, no solo ofrece conocimiento, sino también la posibilidad de sentir y aprender del Espíritu en una tierra que el Salvador mismo conoció.

Michaela soñaba con regresar. Pero esta vez no sola, sino junto a su esposo, Greg. Quería que él también pudiera sentir ese poder que alguna vez la transformó. Anhelaba caminar por el mismo jardín, tocar la misma madera que había tocado cuando era estudiante, mirar por las mismas ventanas que enmarcan un lugar donde la santidad parece estar al alcance de la mano. Así que juntos comenzaron a ahorrar, moneda por moneda, con el esfuerzo sincero de una joven pareja que empieza su vida con fe y determinación.

Imagen: Meridian Magazine

El momento llegó. Se unieron a un grupo de Santos de los Últimos Días en un tour por Tierra Santa. Todo estaba planeado con precisión: asistirían a la reunión sacramental en el Jerusalem Center, donde los asistentes se sientan en un auditorio con grandes ventanas que miran directamente hacia Jerusalén. Ese mismo lugar donde, años atrás, Truman Madsen había abrazado a unos visitantes con un saludo inolvidable: “Bienvenidos al cielo”.

Pero los planes, como tantas veces sucede en la vida, no resultaron como esperaban.

Debido al cambio de horario, regulaciones fronterizas y restricciones especiales en el centro hizo que la visita tan esperada se desvaneciera. Al llegar al portón, encontraron un aviso claro y definitivo: el centro estaría cerrado para visitas, conciertos y eventos hasta nuevo aviso. Solo quienes asistieran formalmente a la reunión podían ingresar. Y ellos, lamentablemente, no podían.

A pesar de haber hablado con alguien del centro la noche anterior, de haber confirmado la intención de llegar temprano, y de conocer personalmente al guardia de seguridad desde hacía 30 años, no hubo forma. No se podía entrar. Lo intentaron todo: rogaron, explicaron, suplicaron. Pero la respuesta fue no.

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La decepción fue profunda, especialmente para Michaela y Greg, pero también para todo el grupo. Aun así, en vez de quejarse, hicieron algo inesperado. Dieron la vuelta a la cerca para intentar ver mejor el lugar desde el exterior. Fue entonces cuando vieron algo más: basura esparcida por la calle frente al centro. Alguien, quizás la noche anterior, había dejado restos de comida y desechos que manchaban ese rincón sagrado.

Y fue entonces cuando ocurrió lo verdaderamente significativo.

Sin que nadie lo pidiera, los miembros del grupo comenzaron a recoger la basura. Usaron bolsas que encontraron, se agacharon, limpiaron, rieron y sirvieron. Lo hicieron con alegría, como si cada envoltura levantada fuera una oración ofrecida. No entraron al centro. No asistieron a la reunión. Pero adoraron con hechos. Si no podían entrar y sentir el Espíritu desde adentro, harían todo lo posible por honrar el lugar desde afuera.

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Ese gesto lo dice todo. Estudiar en Jerusalén no solo deja conocimientos, sino también una forma de vivir. Michaela no volvió al centro ese día, pero su formación allí, años atrás, ya había dado frutos. En lugar de frustrarse, ella y su esposo se unieron al espíritu de servicio y gratitud que caracteriza a los verdaderos discípulos.

Mientras recogían la basura, muchos recordaron aquellas palabras que Truman Madsen dijo tiempo atrás: “Bienvenidos al cielo”. Y aunque el portón estuvo cerrado, el cielo se abrió para ellos en forma de servicio silencioso, unidad y fe viva. Porque al final, más allá de los muros del Jerusalem Center, lo que realmente transforma el corazón es lo que se lleva por dentro.

Fuente: Meridian Magazine

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