Nota del editor: Esta es una adaptación de un extracto del libro del élder Tad R. Callister, quien fue Setenta Autoridad General, titulado “La Expiación Infinita”.
A menudo, repetimos que Jesucristo dio su vida por nuestros pecados.
Que ese acto expiatorio, donde sufrió los mayores dolores que cualquier hombre jamás podrá resistir, fueron para enmendar los errores de toda la humanidad.
Y aunque es totalmente cierto, olvidamos otra importante verdad.
Que la expiación de Jesucristo también puede reparar nuestras sufrimientos, tanto físicos como mentales:
“Y Él tomará sobre sí los dolores y las enfermedades de Su pueblo (…) Y tomará sobre sí la muerte; y sus debilidades tomará Él sobre sí” (Alma 7:11-12).
Así lo explica Tad R. Callister, un erudito del evangelio que también ha servido como Autoridad General.
Eliminando la culpa

El Príncipe de Paz te rescatará. Imagen: Pinterest
Entre sus muchas bendiciones, la expiación nos brinda paz. No solo nos purifica, sino que también nos consuela. He descubierto por experiencia práctica que estas 2 bendiciones no siempre van de la mano.
Mientras servía como líder del sacerdocio, conocí a un hombre excepcionalmente bueno que algunos años antes había cometido una transgresión que le trajo gran remordimiento.
Su sufrimiento fue prolongado e intenso. Sentí compasión por él. Con el tiempo, creí que estaba completamente preparado para renovar su recomendación para el templo. Lo alenté a que lo hiciera, pero él se mostró reacio a hacerlo. Aunque yo sentía que había sido perdonado, él no parecía poder perdonarse a sí mismo.
Puede que haya quedado limpio, pero no quedó convencido ni consolado, por lo que aplazó su regreso a la Casa del Señor.
Su condición me pesaba en la mente. Un día, mientras reflexionaba sobre él, me asaltó con fuerza esta impresión: “El hermano ha pagado hasta el último céntimo”. Poco tiempo después, el mismo pensamiento regresó con igual fuerza.

Jesucristo también experimentó la traición y decepción. Imagen: Freepik
Compartí la experiencia con este buen hermano y poco después encontró suficiente paz para renovar sus convenios del templo.
Posteriormente me pregunté: ¿por qué esa impresión me llegó a mí en lugar de al hombre mismo? Tal vez su incapacidad para perdonarse a sí mismo resultó ser una barrera impenetrable para los impulsos espirituales.
Quizá él hubiera descartado o justificado cualquier impresión de ese tipo como autogenerada si le hubiera llegado directamente.
Tal vez el Señor, en Su amorosa bondad, sabía que la única manera de llegar a él era mediante un mensaje a través de una fuente externa; es decir, su líder del sacerdocio, que sería imposible descartar como una ilusión propia.
En cualquier caso, la paz, esa paz que sana, reconforta y consuela el alma herida, finalmente encontró su lugar en otro corazón humano.
Más allá de la sanación física

La mujer del flujo de sangre, primero, fue sanada parcialmente. Imagen: La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días
Lucas registra el relato de la mujer que padeció “un flujo de sangre” durante 12 años. Nos dice que ella se acercó al Salvador por detrás, tocó el borde de Su manto y al instante fue sanada.
¿Cómo se sintió? Sin duda, se sintió muy feliz por su recuperación instantánea, pero cabe preguntarse si no había en ella una punzada persistente de culpabilidad por haber cometido el acto en secreto.
¿Había algo espiritualmente incongruente en ese acto? ¿Creía en los poderes curativos del Salvador, pero se sentía indigna de hacerle personalmente la petición deseada?
Cualquiera que haya sido la causa de su conducta encubierta, tan pronto como ocurrió el acto, el Salvador preguntó: “¿Quién me ha tocado?”.
Pedro estaba asombrado.
¿Por qué debería importar? Estaban en medio de una multitud; muchos lo habían apretujado, pero el espíritu del Salvador se había despertado por alguien cuyo toque no había sido provocado por casualidad.
Con ese toque, Él supo que había emanado poder.

El sacrificio de Cristo tiene implicancias que superan la vista del hombre. Imagen: Pinterest
La mujer, sin poder esconderse, cayó temblando ante el Salvador y le confesó lo que había hecho. Su cuerpo mortal había rejuvenecido, pero su tranquilidad espiritual y emocional habían quedado en desuso. Tenía paz en el cuerpo, pero no en la mente.
Ahora el Señor le daría ambas cosas: “Ten ánimo, hija; tu fe te ha salvado; ve en paz” (Lucas 8:48).
¡Qué bálsamo debieron haber sido esas pocas palabras para su espíritu enfermo! El alma sensible y tierna del Salvador sabía que esta buena mujer de fe había sido sanada solo parcialmente.
Ni la sanación del cuerpo ni la sanación del espíritu son completas sin paz mental.
Por eso, el Señor no solo le prometió a Lyman Sherman que “tus pecados te son perdonados” (Doctrina y Convenios 108:1). Esa fue, apenas, la parte purificadora.
Luego, vinieron las palabras de consuelo: “Por tanto, descansa tu alma en cuanto a tu condición espiritual” (Doctrina y Convenios 108:2).
Desde la antigüedad y en los tiempos modernos, hemos aprendido sobre la sanación espiritual y mental que ofrece el Salvador a Sus hijos e hijas.
Aunque el ojo humano es incapaz de ver las luchas internas que padece cada persona, Jesucristo tiene una vista privilegiada. Él sufrió traiciones. Él sufrió decepciones. Él sufrió soledad… Búscalo a Él, al Príncipe de Paz.
Fuente: LDS Living
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